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Psicología del Deporte Autor: Luis Cantelmo

Algunas notas sobre el Derecho en la guerra y en el deporte

Luis F. Cantelmo

A través del precedente ensayo del Lic. Maure hemos tenido ocasión de observar cómo el escenario deportivo ha ido constituyéndose gradualmente en el sublimado campo de batalla de antiguas guerras.

Para aquellos que, como quien esto escribe, somos ajenos al ámbito de incumbencia profesional de la psicología, el asombro incesante que produce la lectura de estas páginas adquiere singular dimensión frente a los notables paralelos trazados por el autor entre situaciones propias del combate, por un lado, y de las contiendas deportivas modernas, por otro. A través del texto se advierte nítidamente el progreso que la Humanidad ha evidenciado con el correr del tiempo en este aspecto concreto, aunque por contraposición a ello se nota también su necesidad, todavía insatisfecha, de recorrer un vasto camino evolutivo. Baste mencionar las actuales guerras en Medio Oriente para ejemplificar al respecto, sin por ello olvidar un sinnúmero de situaciones en las que, aún sin tratarse específicamente de conflictos armados, se ejerce cruelmente la violencia de unos seres humanos sobre otros, sea a través de la explotación laboral, el abuso sexual, la limitación del acceso a la educación, el hambre, etc. Y también en el plano deportivo, no son ajenas a nuestros recuerdos más recientes los fuertes desmanes tribuneros que se suelen producir en ocasión de enfrentamientos que distan mucho de honrar su pretendida calificación de caballerescos, para transformarse lisa y llanamente en verdaderos combates, ello sin considerar los disturbios que generan también los propios deportistas. Como bien apunta el Lic. Maure, en la justa deportiva moderna no están en juego la vida o la salud de los contendientes, aunque -esto lo agregamos nosotros- cuando se trasponen ciertos límites reglamentarios, esta deseada inocuidad del juego no está garantizada. Y es en este punto donde el Derecho juega su rol protector, tanto para tutelar la seguridad del espectáculo como para asegurar que el juego propiamente dicho se desarrolle conforme a las normas que lo rigen.

El Derecho ha estado presente en la vida de los individuos desde los albores mismos de la presencia humana sobre la Tierra. Claro que no se trataba de un Derecho asimilable a lo que hoy conocemos genéricamente como "la ley", sino que estaba más bien relacionado con la llamada "ley de la selva" o "derecho del más fuerte", en los que prevalecía siempre quien tenía la energía suficiente para imponer su criterio.

Sin embargo, por más salvaje que pudiera aparecer a nuestros ojos la idea de que estas reglas tan primitivas pudieran constituir un orden jurídico, en la actualidad el ejercicio de la fuerza es también un componente sin cuya presencia el Derecho perdería todo su sentido. Sólo que, tal como lo ha venido sugiriendo el autor, el transcurso del tiempo ha vuelto más sutiles y solapadas las formas de ejercer la fuerza, y entonces éstas son más difíciles de advertir. De qué valdría, me pregunto, obtener una sentencia cuyo cumplimiento no pudiera ser forzado por alguien con la necesaria autoridad. Sería lo que en Derecho llamamos "sentencia meramente declarativa". De hecho, no es dable imaginar a quien resulte condenado en un pleito, allanándose voluntariamente a satisfacer lo que le es reclamado, salvo por el hecho de saber las consecuencias desfavorables que se seguirán de su incumplimiento .

Ahora bien, cuando el Estado, a través de sus tribunales, decide proceder al remate judicial de un bien con el fin de satisfacer el pago de una obligación, o cuando ordena el desalojo de una propiedad, o cuando procede a ejecutar otras decisiones que se contraponen con el interés del obligado, lo hace siempre ejerciendo su fuerza. ¿En qué se diferencia esa fuerza de la que ejercían los seres humanos primitivos o los antiguos? Pura y simplemente, en el monopolio que de aquélla realiza hoy el Estado. En otras palabras, actualmente no serían admisibles, al menos en Occidente, la venganza privada ni el Talión , por citar sólo dos ejemplos, pero eso no equivale a decir que el hombre moderno haya renunciado a usar el antiguo garrote de su antecesor de las cavernas. Cualquiera que haya participado en una manifestación obrera o estudiantil, o que al menos las haya observado por televisión, sabe de qué estamos hablando. La diferencia radica en que el garrote moderno está fabricado en goma u otros materiales más sofisticados que la madera de su antecesora rama de árbol, y que quien lo blande no se viste con taparrabos sino con el uniforme policial, pero en esencia se trata de lo mismo.

En el Deporte el panorama es similar. Los capítulos dedicados a la historia de ciertos juegos nos han dado un ejemplo acabado de la evolución de sus reglas, pero no hemos advertido ningún caso, por más antiguo que fuere, en que esas reglas estuvieran ausentes por completo. Siempre ha habido un marco normativo a respetar, un límite por fuera del cual no se podía transitar, por precario que pudiera parecernos.

Hasta hace algo más de treinta años, cuando el escaso tránsito porteño permitía a los niños jugar al fútbol en la calle, la costumbre indicaba que quien fijaba las reglas era el dueño de la pelota. Así, el hecho de aportar ese esencial elemento le confería a su propietario cierto señorío sobre los demás, sea para elegir los jugadores que conformarían cada equipo, o bien para establecer otras normas vinculadas con el juego. El incumplimiento de estas disposiciones no escritas acarreaba inexorablemente el retiro del dueño de la pelota, y por consiguiente implicaba la finalización del partido. Quiere decir que, hasta en el caso de un ejemplo tan simple, las normas y la fuerza para imponerlas siempre están presentes, y tanto más lo han estado en deportes primitivos en los que, según explicó acertadamente el autor, hasta la vida se ponía en juego.

Podríamos, incluso, mencionar que para la escuela iusnaturalista del Derecho, existen ciertas normas, valores o principios que son inmutables y que resultan preexistentes a la creación de cualquier orden jurídico estatal. "No matar", en esta concepción, es un mandato que no necesita de una ley para estar vigente, por cuanto el homicidio repugna a la naturaleza humana. En el deporte, por su parte, se suele hacer mención a la existencia de ciertos "códigos" cuya observancia es de rigor para los deportistas, aún cuando los reglamentos no se refieran a ellos, por lo que parecen estar vigentes como normas "suprarreglamentarias". La frase que más refleja esta circunstancia tal vez esté resumida en la respuesta que reciben sistemáticamente los periodistas al consultar a un jugador sobre aspectos extradeportivos: "Es una cuestión que arreglaremos a puertas cerradas en el vestuario".

Ahora bien, la evolución del Derecho en general, y la del Derecho aplicado al deporte en particular, han transitado caminos que bien podrían calificarse de paralelos. Y si de paralelismos se trata, nótese que a la ley se le puede contraponer el reglamento deportivo, al juez la figura del árbitro y al código penal el reglamento de disciplina deportiva. Eso, sólo como punto de partida, porque a poco de profundizar en el tema veremos que así como los Estados modernos podrían encontrar sus equivalentes en las asociaciones que nuclean a quienes practican determinados deportes, las organizaciones supranacionales integradas por conjuntos de Estados soberanos -tan comunes y tan numerosas en nuestros días- también se ven reflejadas en las federaciones deportivas internacionales.

Lo expuesto, sin embargo, tiene que ver pura y exclusivamente con el aspecto institucional, pero no parece ser lo más destacable, dado que el deporte organizado institucionalmente no es más que una parte de toda la actividad deportiva que se realiza en nuestros días. Es por ello que, a nuestro modo de ver, hay otros aspectos mucho más interesantes para vincular Derecho, guerra y deporte.

Lo primero que hay que decir es que, aún frente a la guerra, el Derecho siempre está presente. Me adelanto aquí a responder el interrogante que el lector podrá plantearse respecto de que en una situación de guerra el único Derecho es el de la fuerza de los ejércitos. Ello es en parte cierto y en parte falso. Por lo pronto, cuando decimos que el Derecho está presente incluso en las situaciones de guerra, no debemos caer en la ingenuidad de creer que nadie habrá de violarlo. De hecho, todas las denuncias que han salido últimamente a la luz con motivo de recientes guerras demuestran lo contrario. A simple título de ejemplo recordemos los abusos sufridos por prisioneros, o la justificación legal, por parte de algunos tribunales, del llamado "apremio físico extremo" como modo de obtener información, entre tantos otros. Sin embargo, la existencia o inexistencia del Derecho no puede ser definida por los casos en que éste es violado, sino por las situaciones en que su aplicación presta una utilidad en beneficio de las relaciones humanas.

Lo que acabamos de señalar en el precedente párrafo no debe interpretarse como una justificación moral de la guerra -nada más lejos de nuestra forma de sentir y de pensar- pero lo cierto es que, de hecho, la guerra existe, y en situaciones de beligerancia el Derecho limita la atrocidad .

Así, por ejemplo, entre los instrumentos internacionales que regulan aspectos vinculados con la guerra cabe destacar, por su importancia, el Convenio de La Haya del 18 de octubre de 1907 sobre las leyes y costumbres de la guerra terrestre; el Protocolo de 1925 relativo a la prohibición del empleo en la guerra de gases asfixiantes, tóxicos o similares y de medios bacteriológicos; los Convenios de Ginebra del 12 de agosto de 1949 para aliviar la suerte que corren los heridos y los enfermos de las fuerzas armadas en campaña, para aliviar la suerte que corren los heridos, los enfermos y los náufragos de las fuerzas armadas en el mar, sobre el trato debido a los prisioneros de guerra y el relativo a la protección a las personas civiles en tiempo de guerra; los Protocolos adicionales a los Convenios de Ginebra del 12 de agosto de 1949 relativos a la protección de las víctimas de los conflictos armados internacionales del 8 de junio de 1977, y a la protección de las víctimas de los conflictos armados sin carácter internacional del 8 de junio de 1977; la Convención de La Haya del 14 de mayo de 1954 para la protección de los bienes culturales en caso de conflicto armado y su reglamento; la Convención de 1972 sobre la prohibición del desarrollo, la producción y el almacenamiento de armas bacteriológicas (biológicas) y toxínicas y sobre su destrucción; la Convención de Ginebra del 10 de octubre de 1980 sobre prohibiciones o restricciones del empleo de ciertas armas convencionales que puedan considerarse excesivamente nocivas o de efectos indiscriminados y sus protocolos sobre fragmentos no localizables, sobre prohibiciones o restricciones del empleo de minas, armas trampa y otros artefactos, sobre prohibiciones o restricciones del empleo de armas incendiarias, sobre armas láser cegadoras y sobre restos explosivos de guerra; la Convención de 1993 sobre la prohibición del desarrollo, la producción, el almacenamiento y el empleo de armas químicas y sobre su destrucción; la Convención de Ottawa de 1997 sobre la prohibición del empleo, almacenamiento, producción y transferencia de minas antipersonales y sobre su destrucción; el Estatuto de 1993 para el Tribunal Internacional destinado a juzgar a los presuntos responsables de graves violaciones del derecho internacional humanitario cometidas en el territorio de la ex Yugoslavia a partir de 1991; el Estatuto de 1994 para el Tribunal Penal Internacional destinado al enjuiciamiento de los presuntos responsables de genocidio y otras violaciones graves del derecho internacional humanitario cometidos en el territorio de Rwanda, y a ciudadanos de Rwanda responsables de genocidio y otras violaciones de esa naturaleza cometidos en el territorio de Estados vecinos entre el 1° de Enero de 1994 y el 31 de Diciembre de 1994, y el Estatuto de Roma de 1998 para la Corte Penal Internacional, entre muchos otros.

 

Por su lado el deporte, como expresión sublimada de la guerra (pero guerra al fin), también tiene reglas jurídicas a las cuales sujetarse. Lo contrario equivaldría a consentir la existencia de una contienda donde todo vale, y por ende el concepto de sublimación retrocedería a fojas cero porque el derecho del más fuerte volvería a reinar con todo su rigor. Es entonces que se puede pegar (disparar el proyectil, al decir del autor), pero nunca debajo de la línea del cinturón (nunca donde el guerrero está más expuesto). Se puede recibir un pase de gol, pero debe haber dos hombres contrarios entre la meta y la posición del delantero (no se puede trasponer la línea "Maginot", porque se incurre en off-side). También se pueden mover las distintas piezas en el tablero, pero siempre que el rey propio no quede expuesto al jaque del contrario (siempre que el "general del ejército" no quede a merced del fuego enemigo). Así es en todos los deportes.

 

Y en este aspecto relacionado con la creación de las normas, nótese que así como el Estado democrático fija las normas jurídicas a través de sus órganos parlamentarios, creando lo que genéricamente conocemos como "la ley", del mismo modo los reglamentos deportivos son establecidos por las organizaciones que agrupan a los deportistas de una determinada especialidad. Y así como los Estados muchas veces deben adecuar sus normas internas a las convenciones realizadas en los Tratados Internacionales, también las asociaciones deportivas locales deben someterse a los dictados de las respectivas Federaciones Internacionales.

 

Ahora bien, una vez "creada" la norma -en nuestro caso el reglamento deportivo- las organizaciones deportivas suelen reconocer, al igual que los Estados, la llamada "división de los poderes" que caracteriza a los Estados democráticos modernos. En efecto, el órgano que crea el reglamento (por ejemplo, el Comité Ejecutivo de una asociación deportiva) no será el mismo que lo vaya a aplicar en cada caso concreto. El encargado de administrar justicia en un partido de cualquier deporte, sea éste individual o colectivo, será el árbitro, el juez o quien haga sus veces, es decir que ese árbitro será el encargado de interpretar el texto reglamentario y aplicarlo al caso particular, tal como lo hace un juez cuando dicta sentencia.

Es interesante advertir, también, cómo existe un notable paralelismo entre el Derecho común y el reglamento deportivo en cuanto a la atribución de competencias en razón de la materia y del grado .

En lo que hace a la materia, así como los jueces entienden en cuestiones específicas (v.gr. civil, comercial, penal, etc.) y les está vedado expedirse sobre asuntos ajenos a aquellos que constituyen su ámbito de incumbencia específica, también los árbitros administran justicia exclusivamente durante el juego, pudiendo aplicar a veces sanciones de carácter menor (amonestaciones, expulsiones, quita de puntos en el boxeo o en el tenis, adelantamiento de la posición en el terreno para ejecutar un tiro en el rugby, etc.), pero no más que eso. Si se detectara, por ejemplo, un caso de dopaje, el asunto debería ser tratado por un Tribunal de Disciplina, lo mismo que en otros casos de irregularidades (inclusión de jugadores inhabilitados, violencia en los estadios, etc.), todas ellas ajenas a la competencia del árbitro, por no constituir su materia específica.

En cuanto a la competencia en razón del grado, por lo general las decisiones de un árbitro son irrevocables -es decir que no pueden ser revisadas- lo cual aparece lógico por cuanto el juego no podría ser suspendido cada vez que a alguien se le ocurriera cuestionar un fallo. Existen algunas raras excepciones a esta regla (la Copa Davis suele mostrar al árbitro general refrendando alguna decisión del umpire que haya sido cuestionada) pero en general la norma es la irrevocabilidad. Sin embargo, en otros temas (tal el mencionado del dopaje) las organizaciones tanto locales como internacionales suelen prever un sistema de revisión de sus medidas. De ahí que muchas veces los jugadores que han sido sancionados afirman que van a apelar a una instancia superior. Se cumple aquí con la "doble instancia" que permite la revisión de las decisiones por una autoridad diferente de aquella que resolvió originariamente.

 

También existen otros conceptos acuñados por el Derecho común que han sido exitosamente receptados por el deporte. Entre ellos, aparece como fundamental la diferenciación entre los dos presupuestos esenciales de la atribución de responsabilidad: el dolo y la culpa. No es éste el lugar para desarrollar una teoría general de la responsabilidad, de modo que no ahondaremos en los alcances de ambos conceptos, sobre todo teniendo en cuenta que según la materia de que se trate (v.gr. civil o penal) las consecuencias derivadas de estas figuras serán notoriamente distintas. Sin embargo, baste decir para lo que hoy es de nuestro interés, que en general la culpa se suele asociar a la negligencia, al descuido, a la inobservancia de las normas o de los reglamentos (circunstancias todas susceptibles de generar daños) mientras que el dolo se vincula con la intención deliberada de causar un determinado efecto dañoso. Demás está recordar que la graduación de las sanciones jurídicamente previstas será diferente para uno u otro caso, resultando mucho más severas para los episodios dolosos que para los culposos.

En lo que concierne al deporte, los conceptos de culpa y dolo, aún designados con otros términos diferentes, están presentes en la mayor parte de los reglamentos.

En el fútbol es común la discusión que se genera en ocasión de jugarse la pelota con la mano dentro del área, dado que el juez deberá apreciar si hubo intención o no de parte del presunto infractor a los fines de sancionar penal o dejar seguir el juego. Con igual criterio se habrá de valorar la actitud de quien golpea a un rival. En tal caso, podrá tratarse de un jugador que no tuvo intención de jugar la pelota, y que por el contrario fue directamente "a buscar la pierna del contrario" (caso claramente identificado con el dolo), o bien de quien, por estar falto de distancia llegó tarde a la jugada, y sin intención lastimó a su contendiente (culpa). Y al juzgarse una situación de off-side , el juez también deberá ponderar si el jugador que se encontraba adelantado pretendió sacar ventaja de su posición (dolo) o si estaba pasivamente ubicado en ese sector del campo (culpa). Esa apreciación será determinante para disponer la continuación o la interrupción de la jugada.

En el boxeo los conceptos de dolo y culpa pueden resultar decisivos al momento de juzgarse la suerte de una pelea concluida a raíz de un cabezazo. Si el golpe es intencional (dolo), la víctima se quedará con la victoria por descalificación de su oponente, pero si el cabezazo es fortuito, corresponderá resolver por puntos conforme a lo que determinen las tarjetas de los jurados, salvo cuando no se hubiera completado una cantidad mínima de rounds , en cuyo caso la pelea quedará sin definición. El automovilismo también ha sabido de descalificaciones originadas en roces o choques entre vehículos, en los casos en que fueron considerados intencionales o gravemente culposos.

 

Por otro lado, pero siempre en estrecho vínculo con lo que venimos expresando, el concepto de reincidencia como factor agravante de las sanciones es común al Derecho penal, al Derecho administrativo disciplinario y al reglamento deportivo. Casos recientes de utilización de sustancias prohibidas por parte de tenistas profesionales son el más claro ejemplo de los devastadores efectos de la reincidencia, dado que en algunos supuestos las suspensiones aplicadas han sido tan extensas en el tiempo que equivalen a una virtual condena al retiro del jugador. En el especial caso del Rugby, ciertas sanciones de suspensión se pueden aplicar por 99 años, constituyendo el supuesto de mayor gravedad que se conozca en el ámbito deportivo con relación a las sanciones.

 

Volviendo ahora al paralelo trazado por el Lic. Maure entre la guerra y el deporte, visto este último como su versión sublimada, deseo referirme brevemente a la figura del soldado mercenario. Ya se ha dicho que el deporte federado -y particularmente el deporte profesional- son simplemente subespecies del deporte en general. Durante las conversaciones mantenidas con el autor en la etapa previa a la edición de la presente obra, no fueron pocas las veces que le manifesté que resultaba admirable su inocente visión del deporte como juego, aún cuando muchos de los ejemplos que él menciona están referidos a deportistas profesionales, donde el deporte es nada más que una excusa para generar un negocio (diríamos que en este aspecto el autor hace honor a su propuesta de abordar ciertas situaciones desde una desprejuiciada postura zen ). Naturalmente, no son demasiados los casos en que todavía se juegue "por la camiseta". Incluso en algunas actividades donde probablemente se mezclen los deseos personales de triunfo con algunos sentimientos de amateur , el aspecto económico no deja de constituir un elemento de importancia. Todas las competencias en las que se ponga en juego un sentimiento de "representación nacional" son ejemplos válidos, y probablemente los Juegos Olímpicos sean la única excepción a esta regla. Fuera de ello, los Campeonatos Mundiales de Fútbol, de Rugby o de Básquet, la Copa Davis y la Copa Federación de Tenis, la Liga Mundial de Voley, todos los torneos, en fin, en que el deporte se entremezcla con ciertas connotaciones de pertenencia a una nación, existe una exacerbación del sentimiento patriótico, pero ésta no alcanza -por lo general- a conmover los intereses económicos del deportista.

 

Cuántas veces hemos escuchado declaraciones de jugadores de fútbol que mencionan su añoranza por el club que los vio nacer deportivamente -al que inexorablemente desearían volver para terminar allí su carrera-, pero que al propio tiempo dan prioridad a otros horizontes económicos que nada tienen que ver con su amor por el club del cual surgieron. Esto sucede incluso en casos de profesionales que tienen su futuro económico asegurado, y se suele ver idéntica actitud en quienes -ya no priorizando los aspectos monetarios sino la gloria personal- prefieren jugar en equipos de renombre como medio de "quedar en la historia".

 

¿Se diferencia mucho esta actitud de la que adopta el soldado mercenario? La respuesta negativa aparece con toda nitidez. Los argentinos -que no tenemos una tradición guerrera tan vasta como la de otros países, al menos en cuanto a la historia reciente- hemos tenido la dolorosa oportunidad de familiarizarnos con la figura del mercenario durante la guerra de las Malvinas (1982), dado que a las tropas británicas se había sumado un escuadrón de gurkhas , es decir, soldados profesionales extranjeros (en este caso nepaleses) que prestaban servicios a quien mejor salario les garantizara. El ejemplo que acabo de mencionar data de hace escasos veinte años, pero mientras esto escribo vienen a mi memoria las citas del autor respecto de los ronin , o samurais sin señor , mucho más antiguos y de más rica tradición. Para plantear un paralelo en términos deportivos, digamos que ninguno de los mercenarios citados luchaba "por amor a la camiseta", sino que perseguían la gloria personal o su mayor bienestar económico. Cómo no admitir, entonces, la extrapolación de esta figura típica de la guerra y del combate individual al deporte, si en pocos casos se puede observar con mayor nitidez el fenómeno de sublimación que ha estado tan presente a lo largo de todo el ensayo.

Seguramente el lector, a medida que avanza en el texto, encontrará innumerables puntos de contacto que ni siquiera se nos han ocurrido, entre las normas jurídicas de carácter general, las que regulan la guerra y las que le dan un marco de contención al deporte. No abundaremos en más ejemplos porque entendemos que, de lo que deseábamos puntualizar, lo esencial está dicho. Sin embargo, me permito la siguiente reflexión para el final.

El rival interior es un asesino en potencia, pero el Código Penal no lo castiga, y menos aún lo hace el reglamento deportivo. El rival interior agrede a traición, pero nadie le puede reclamar daños y perjuicios. El rival interior cultiva la injuria y la calumnia, pero no se le puede exigir que limpie las afrentas. El rival interior genera al deportista profesional lucro cesante, pero no existe acción procesal para solicitar la reparación. El rival interior es el más importante generador de daño psicológico y de daño moral, pero ningún juez admitiría la pertinente indemnización. El rival interior limita el crecimiento, pero no da derecho a pensión por invalidez. El rival interior, en definitiva, es la única figura de las que han sido analizadas en estas páginas cuyas acciones no son objeto de censura legal, y cuyos derechos tampoco son objeto de tutela. Tan fuerte que a veces se nos presenta en apariencia, y no obstante hemos descubierto que se encuentra totalmente desprotegido. Nuestra propuesta es, entonces, que quien lo descubra lo mate sin miramientos

© Luis Cantelmo

luiscantelmo@gmail.com

NOTAS A PIE DE PAGINA

Al respecto dice Hans Kelsen: ".no hay obligación jurídica de conducirse de una manera determinada sino en el caso de que una norma jurídica estatuya un acto coactivo para sancionar la conducta contraria. Un individuo está jurídicamente obligado a ejecutar un contrato cuando el incumplimiento de ese contrato es la condición de un acto coactivo. Como ya lo hemos visto, el legislador omite a veces establecer un acto coactivo para sancionar la conducta contraria a la prescrita. Hay solamente lo que los romanos llamaban una obligatio naturalis, opuesta a la obligatio juris. Sin duda, el acto del legislador tiene subjetivamente el sentido de prescribir una conducta determinada, pero objetivamente ese acto no es una norma jurídica y de él no puede resultar ninguna obligación jurídica." (Kelsen, Hans, "Teoría pura del derecho", EUDEBA, 1984, págs. 79/80).

2 Se trata de una forma de castigo muy primitiva que no resulta totalmente equiparable a lo que hoy conocemos como "pena", en el sentido jurídico que a este concepto se le atribuye, sino que por el contrario tenía un profundo sentido social de reparación del daño. La aplicación de la venganza estaba reservada a las víctimas, las que -naturalmente- muchas veces se excedían en las compensaciones exigidas, lo que desencadenaba un factor multiplicador de la violencia.

 

Esta ley, conocida por la fórmula " Ojo por ojo, diente por diente " es receptada por el babilónico Código de Hammurabi (1792-1750 a. C.), en la Ley de las XII Tablas, en el Código de Manú hindú, en el Zend-Avesta persa y en la Ley Mosaica, entre otras. La menciona también el Antiguo Testamento cuando dice ". Quien cometiere delito pagará vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano y pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida y golpe por golpe.". La Sharía o ley islámica, que rige aún hoy en países como Arabia Saudita, Sudán o Kuwait, establece disposiciones entre las que se encuentra el "Kasas" o Ley del Talión, que se aplica a condenados por asesinato, robo, embriaguez, pederastia, homosexualidad y adulterio y se ampara en una consigna divina contenida en el Corán: "En el talión tenéis vida, ¡vosotros que sabéis reconocer la esencia de las cosas!". En realidad, la introducción de la Ley del Talión implicó un intento de la autoridad pública de limitar los efectos de la venganza privada, delegando en un juez la imposición de las sanciones, pero se evidencia a través de la naturaleza "compensatoria" del castigo la influencia de aquél antecedente.

 

En mis épocas de estudiante de Derecho Internacional Público en la Universidad de Buenos Aires, recuerdo que cierto día le planteé a mi profesora mi creencia de que esa rama del Derecho no existía, por cuanto a mi modo de ver el DIP era el "Derecho" que imponían los países más poderosos, sin un órgano coercitivo de carácter internacional capaz de limitar la prepotencia de los más fuertes. En particular, me resultaba (y confieso que todavía me resulta) repugnante la idea de que el Consejo de Seguridad de la ONU tuviera diez integrantes no permanentes y cinco permanentes, porque entendía que estos últimos gozaban de una prerrogativa que afectaba la equidad. Ante esto, la docente (que a la vez era Jueza de la Nación) me respondió: "Aún admitiendo que todo es perfectible, imagine usted lo que sería el mundo si no existieran, por lo menos, estos pocos límites a la barbarie que surgen de los Tratados Internacionales".

La competencia o conjunto de atribuciones de un tribunal de justicia se ejerce conforme a varios criterios. Entre ellos, la competencia en razón de la materia garantiza cierta especialización del Magistrado, toda vez que quien entienda en asuntos civiles o comerciales no será el mismo que lo haga en cuestiones penales o contencioso administrativas, por poner un ejemplo. En cuanto a la competencia en razón del grado, la división de los servicios de Justicia en "instancias" garantiza que las resoluciones de un Juez serán luego revisadas por un tribunal de apelaciones, de alzada o similar, lo que otorga mayor seguridad a los litigantes en cuanto a la equidad de las resoluciones. Es de destacar que en el sistema jurídico argentino, si bien la mayor parte de las causas pueden ser sometidas al sistema de la doble instancia judicial, esta modalidad no constituye una garantía que tenga bases constitucionales. Al contrario, el derecho del particular se limita a tener acceso a la Justicia, aunque en ciertos casos se cierre el debate en instancia única. La competencia en razón del territorio, finalmente, limita la jurisdicción de los tribunales en base a criterios de división política (provincias, municipios, etc.).

     
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